Te suplico una mirada
Si la memoria no me falla, sus ojos eran de un color verde suave, con una franqueza transparente, expresión de bondad y cariño. Así miraba a todos, sin embargo hacia mí la tonalidad se tornaba un poco más intensa, me inspiraba seguridad y fortaleza, me sentía orgulloso cuando estaba presente. Inexplicablemente hizo un accidente cerebro vascular, cuya razón, dijeron los galenos, fue un alza severa de la tensión arterial. Una afección dentro del cerebro le causó una hemiplejia con las limitaciones físicas terribles en sus extremidades superiores e inferiores.
Dentro del esquema general mantuvo sus facultades mentales, con la excepción de una risa nerviosa incontrolable que distorsionaba la significación del momento, pudiendo reflejar una comicidad de ánimo como por el contrario una gran tristeza evocada con llanto. Eventos alternos que lo mantuvo inexpresivo ante la vida, ya no reía con voluntad propia.
En las fiestas siempre fue centro de atención en años anteriores a su afección: a su alrededor concurrían amigos y allegados contando anécdotas y haciendo bromas; recuerdo que solía hacer muecas y tornaba los párpados para hacer reír a mis hijas. ¿Quién no pasó alguna fiesta tradicional en nuestra casa? Para dar testimonio de la alegría en el ambiente, mucha gente cenó en nuestra mesa durante el año nuevo y en las pascuas.
Se negó rotundamente a abandonar su trabajo. Con dificultad enfrentó la prueba que la vida le planteó: el clásico carraspear en el piso de un pié que se arrastra me indicaba su presencia, no podía ya escribir con la mano derecha y su firma no era reconocible en el banco.
Las relaciones familiares se resquebrajaron ante la pérdida de autoridad y falta de la figura central sólida y conducente al cual estábamos acostumbrados.
La casa empezó a vaciarse de visitas; la ausencia y el silencio hizo de un hogar alegre al eco sorbido de tristeza; la comunicación se fue perdiendo; la incomprensión me hizo ingrato hasta volverme huraño y alejado.
Una llamada de un vecino me despertó para informarme de su gravedad. En el hospital, allí en la cama, no pronunciaba palabra; su rostro estaba enfocado al techo, inexpresivo y con la mirada perdida no percibía mi presencia. Ante ese cuadro, lo que yo quería era poder decir todo en ese instante, más que ello: que él me perdonara. Y sólo hubiese estado en paz si me hubiese entendido cuando le dije: Te suplico una mirada.